Como hacía tres años, y desde que estábamos juntos, siempre festejábamos la Navidad en algún lugar del mundo.
El primer año, él, como caballero que es, me dejó elegir el destino, el cual fue Londres. Ya para el año siguiente, le tocó a Michael la selección de la ciudad navideña y esa vez fue Berlín, siendo este otro de los puntos repartidos en el planeta que más amaba, donde más cómodo se había sentido durante sus giras.
Este año, el sitio en cuestión sería en el hemisferio sur, al sud del ecuador, en una ciudad emplazada en el trópico.
Si bien yo no era americana, en estos años a su lado, me había adaptado bastante a las tradiciones de Michael; acostarme a dormir temprano en la Nochebuena y, a la mañana siguiente, despertar para abrir los obsequios dejados por Santa. Un hábito que había comenzado a disfrutar mucho; tenía mucha magia y me recordaba a ese video en el que está junto a sus amigos, desenvolviendo cada regalo y riendo al ver lo que escondían eso metalizados papeles con enormes moños multicolores.
Esta vez, sería distinto, me había propuesto hacerle sentir la Navidad como yo la había disfrutado desde muy pequeña y en un lugar donde el clima fuera entre cálido y templado.
De alguna manera le haría conocer esa sensación de estar a pocos minutos -interminables por cierto- de la medianoche y estallar en sonrisas, algunas veces en llanto por las remembranzas danzando en nuestros interiores, para después ir -de inmediato- a buscar debajo del árbol navideño, lo que la esperanza nos había dejado, en premiación a todo el año.
A él, le fascinó la idea, estaba muy entusiasmado, quería conocer mi estilo en esa fecha tan particular de diciembre, donde todos los sentimientos son depurados y manifestados en forma espontánea.
El clima elegido, esta vez sin nieve, lo había pensado por la calidez y el calor que emanaba Michael, no sólo en se persona o por su apasionada manera de amar, sino que le quería hacer vivir, lo que viví aquella vez, perdida en el tiempo, cuando yo tenía apenas 12 años y lo vi por primera vez en “Beat it”.
¡¡Qué hermosa sensación, el sólo recordarla, me estremece el alma!! Por eso, siempre había tenido ese sentimiento, de que Michael era una fuente de calor, una fogata convocante de seres en derredor suyo, buscando esa candidez que lo hace único, un prodigio de la creación.
Claro que después de haberlo conocido en persona, de habernos enamorado a primera vista –suya-, yo ya estaba enamorada de él desde hacía décadas, me daría con la verdad… Michael, no era una fuente de calor, me había equivocado… él, es una marea de fuego y amor y es implacable con su ardor, quemándome en sus valientes brazos o en la hondura de sus preciosos ojos.
Habíamos alquilado el último piso en uno de los edificios más altos de la ciudad, el cual, contaba con todas las instalaciones de lo más confortables: buena iluminación, tanto de día -con la luz solar- como de noche, con las luminarias decorativas del apartamento. Solamente estaríamos allí durante algunos días, luego, volveríamos a California el día 27 por la noche, porque Michael tenía algunos compromisos importantes antes de Fin de Año.
Esa mañana, ambos, despertamos temprano y nosotros mismos prepararíamos todo para nuestra gran noche. En el lugar, sólo estábamos los dos, no había empleados; si sus guardias, apostados en los alrededores del gran lobby del piso arrendado, con vista a la inmensa playa que, esa misma noche, se iluminaria con un show de fuegos de artificiales.
Michael, continuó con lo que habíamos dejado inconcluso durante la noche anterior, el armado del gran árbol que gobernaría la sala durante nuestra estadía. Un hermoso abeto natural, adornado con muchas esferas con forma de manzanas y en tres colores, cada cual con su significado y encerrando una intención en cada uno: dorado, simbolizando la luz del sol, el oro, las alabanzas al Supremo Hacedor por todo lo dado durante el año y esperando a que los meses venideros fueran mejores aún; plata, semejando a la luminosidad de la luna, la fortaleza y la nobleza; y desde luego, el rojo, con todos sus atributos y sus contundentes significado: amor y pasión… precisamente, al colgar la primera de estas manzanitas ornamentales, nuestro primer deseo se cumplió, por eso debimos abandonar ambos anoche la tarea…
Mientras mi dulce señor seguía con los menesteres festivos, yo, preparaba lo que sería la cena; algo liviano y regado con un finísimo champagne escogido por Michael.
El día transcurrió tranquilo, con el duende de la Navidad rodeándonos siempre.
Al fin, llegó la noche tan esperada y anhelada. Entre tanto, él, se bañaba –yo ya lo había hecho antes- me arreglé con una ropa comprada en Los Ángeles, para esta ocasión. Un hermoso vestido ceñido y confeccionado íntegramente en encaje rojo, un color no muy habitual en mí, pero pensando que era el color preferido de mi Amor, lo acabé comprando; quería complacer su vista y, además, era un tono que realzaba y le sentaba muy bien a mi piel. También, me había hecho de unos bellos zapatos al tono, con altísimos tacones revestidos en strass plateados, pareciéndose mucho a los mágicos zapatos de Judy Garland en “El Mago de Oz”, y como ya todas saben, una película especialmente adorada por Michael, en donde él fue protagonista en una remake del año ´78.
Sentía todos sus gráciles movimientos en el vestidor; su respiración serena y hasta el sutil perfume de diseño usado para momentos especiales y -en sectores específicos de su cuerpo- según él, el mismo que llevaba en la ocasión cuando nos conocimos.
Al salir de allí, de la habitación que precedía a nuestro cuarto, ya acicalado, ambos nos quedamos deslumbrados ante la visión del otro, aunque, yo directamente quedé enmudecida, en primer lugar, por la coincidencia en los colores de su vestimenta con la mía; segundo, por su gran belleza, elegancia y sofisticación de la que era dueño.
De garbo distinguido, enfundado en unos negros pantalones, bien adheridos a sus largas piernas, acabando en unos zapatos de cuero en el mismo tono; la camisa, en rojo carmín y en contraste con la albura de su radiante piel, más su oscura cabellera -ahora corta- y con un brillo sin igual.
No podía entender cómo podía concentrar todo a la vez: hermosura seductora e inocencia de niño.
Estaba absorta ante esa aparición cuasi mística. Si bien, esperaba que saliera del guardarropa a mi encuentro, mi mente no daba para haberlo imaginado así, tan espléndido; no me bastaba la vista para recorrerlo, necesitaba acercarme y tocarlo para ver si era real o una alucinación.
A duras penas mis piernas respondían para caminar, el impacto al verlo me evocó a la primera vez que me miró; en ese momento quedé hecha trizas, como si un huracán hubiera arrasado con mi memoria, despojándome del pasado y sólo él, tutelando mi futuro cuan soberano Rey del Amor.
Me recibió en sus brazos, casi presagiando un desplome de mí ante su galanura; parecía un padre esperando a su pequeño hijo en los primeros pacitos.
El contacto con su cuerpo me devolvió algo de lucidez. Su sonrisa hechicera y su mirada arrebatadora, me tatuaron otras en mi rostro, reflejando su brillo de sol, como si apenas fuese una luna que sólo reluce cuando él está presente, sino, simplemente era un satélite a medio extinguir y ansiando su centello de astro regente para existir.
Toqué su rostro, sus brazos y su torso, confirmando que era cierto, Michael era tan real como lo que vivía cada mañana al desvelarme y encontrándolo a mi lado, dormido, en la más apacible paz del sueño. Podía quedarme horas mirándolo, peregrinando cada milímetro de su belleza, sin cansarme, descubriendo algo que me atraía cada vez más hacia él.
No tenía manera de escaparle a la trampa de pasión que había entretejido en mis arrabales, circundándome permanentemente.
Luego de abrazarme y decirme que estaba encantadora, tomó mi mano derecha y, en un pase de magia, me hizo rotar sobre los strasses de mis tacones, como a una ballerina en su cajita de música, bailando con el sonido de sus palabras y con la sublime luminosidad de sus grandes ojos en forma de almendras:
- "¡Te has vuelto una amenaza a mi conciencia, Amor!"- y continuó -"¡Eres hermosa!"-
Yo, simplemente sonreí y me arrimé a besarlo tiernamente ¿Qué podía decir? Si al verlo, me quedé sin palabras; si al escucharlo, acallé hasta mi propia voz, para que sólo la suya susurrara en mi mente.
Las horas hacia la mitad de la noche, se estaban acercando. En tanto Michael daba el repaso final por el árbol que él terminó de adornar, me confió que sentía aleteos de libélulas en su estómago y se sentía ansioso por la llegada de la Navidad. Lo que yo quería mostrarle era exactamente eso, la hermosa sensación que vivíamos en mi tierra en ese momento del año; al parecer, todo estaba surtiendo efecto sobre él. Ello, me hacía feliz, necesitaba retribuirle toda la ilusión que me hacía sentir en cada una de estas fechas.
Empecé a acomodar la pequeña mesa colocada en la gran terraza del departamento; la vestí con un mantel escarlata con guardas de paisajes nevados, compulsando con el calor tropical de la noche. Sobre ella, coloqué dos charolas con los opuestos del universo: dulce y salado. En la bandeja dorada puse petit-fours de chocolate, grosellas y coco; en la otra, monté bocadillos en salmón, caviar y ciboullete, todo hecho con mis manos. Arreglé el balde que ostentaba hielos facetados en varias caras, imitando diamantes y conteniendo al tesoro burbujeante del espumante dorado en el interior de la botella, que también acomodé con elegancia.
Mientras delicadamente hacía eso, Eolo, el dios de los vientos, acarició mi rostro y magnéticamente, el paisaje me llamó a contemplarlo. Apoyé mis manos en el barandal de mármol del enorme balcón y me dejé acarrear por todo lo que veía.
La noche, oscura y profunda, se despertaba ante una playa insomne, iluminada con miles de habitantes vestidos de blanco; ellos, estaban esperando lo mismo que nosotros.
Un plácido mar, se confundía con la espesura nocturna y brillaba en conjunto con las estrellas que, esa noche, rutilaban más de la cuenta.
Andando ese panorama supremo, sentí sus pasos muy cerca de la mesa, escuché cuando quitó la botella del hielo que empezaba a licuarse, igual que mi corazón al sentir su presencia; estaba a punto de descorcharla.
Mis ojos fueron llevados a los suyos, mirándome con cautivante observación. Creo que leí su mente al colarse un pensamiento específico, el recuerdo de cuando nos conocimos aquella vez en una fiesta, en la que ninguno de los dos había pensado estar, y todo gracias a unos amigos productores de música, que me invitaron a ese coctel, cambiando mi vida.
Recuerdo que su visita, fue inesperada. Michael, casi nunca asistía a esos eventos; no se solía mostrar en lugares así, se incomodaba eclipsar al anfitrión de la velada o a algún agasajado en especial, entonces, con la humildad que lo caracteriza, prefería no ir. Pero, aquella vez fue distinto, había sentido la necesidad desconocida de concurrir a esa velada en particular, ni él mismo se explicaba cómo una fuerza lo había empujado hasta ese lugar; jamás se había sentido así.
Cuando llegó esa noche al salón y me vio, supo el por qué de ese impetuoso apremio de tener que estar y yo, supe para qué había venido a este mundo
Todos esos recuerdos, revoloteaban en mi cabeza, dividiendo mi alma entre mirar el paisaje noctámbulo y admirar a mi Amor.
La balanza siempre se inclinaba de manera absoluta hacia él; Michael acaparaba mi existencia, todo desaparecía al tenerlo tan próximo, todo se esfumaba con apenas nombrarlo.
Una ráfaga envidiosa, revolvió algunos de los rizos que había dejado a los costados de mi rostro para quitarle formalidad a mi cabello recogido, forzándome a quitar mis ojos de él. Con cierto apuro, retiré los cabellos que competían con mis pestañas y traté de acomodarlos detrás mis pequeñas orejas, y cuando iba a retornar mi mirada a la obra de arte de Dios, hacia Michael, una intrépida bengala multicolor se estrelló en el cielo, estallando en miles de colores.
El estrépito y la coloración del artificio, en salomónico juicio, dictaminó que mis sentidos fuesen a ese punto de luz, pero, eso no quedaría así…
Un fogoso escalofrío me transitó lentamente, anticipando una vibración que hizo tañer mi corazón; los brazos de Michael, con sendas copas de rubia bebida en sus manos, se cruzaron ante mis ojos. Él, apoyó los cristales en el barandal y me abrazó desde atrás, a traición, como a mí me gusta que lo haga, consiguiendo que el horizonte que antes me había fascinado, ahora se desdibujara, desapareciendo.
Cerré mis párpados para desmoronarme en su abrazo. Me sentí atrapada amorosamente por un efusivo remolino de flores, enrollando mi cuerpo. Sus labios, formados por dos pétalos de jazmines, dulces, suaves y fuertes -a la vez- se juntaron con los míos, siempre en constante germinación hacia los suyos. Un sutil roce de ellos, me recordó a quien le pertenecía, luego, los alejó fugazmente para desheredarme, aunque fuera por breves segundos de su amor carnal; un mínimo escarmiento por apartar mi vista de él al pretender mirar la noche.
Me sentía reina entre sus brazos y vasalla ante mi soberano; Michael, conseguía separar a mis dos mitades con su fogosidad.
Durante su buceo por mis ojos, me preguntaba:
-“¿Estás bien, mi Amor?”- Con voz grave y un sinnúmero de chispas de ternura. Yo, le contestaba:
-“¡Claro que sí, Mi Vida, estoy a tu lado!”- Justificando con mi débil voz y miles de suspiros, amarrando sus oídos y remolcándolo nuevamente a mi boca.
Nos besábamos y yo giré mi cuerpo lentamente para estar bien en frente suyo, disfrutando de todo lo que representaba para mí. Me colgué de su cuello para asegurarme a algo firme mientras me hacía volar con su cuerpo ligado al mío.
El sonido del mar, se acalló; los colores de la noche, se diluyeron en sus besos y todo lo que nos acordonaba a la Tierra, se desencadenó, desenredándonos para gozar de nuestro propio universo.
De a poco, el entorno volvió a ocupar su lugar; ambos dejamos de flagelarnos con brioso afán de llegar más allá de lo que nuestros labios nos concedían; debíamos dejar algo para más tarde… una vez que el gnomo navideño emprendiera su rumbo a otra latitud.
Repentinamente, recordamos nuestras finas copas en el antepecho del mirador hacia el Atlántico. Allí estaban ellas, abandonadas del calor de sus manos, pero, aún así espumando en la plenitud del brillo ámbar del champagne.
Él, volvió a tomarlas a ambas y una, la acercó hasta mis manos, aún temblando; todavía no me acostumbraba a no desfallecer cuando me tocaba.
Un pequeño brindis antes de perder el elixir de los dioses en nuestras bocas, un guiño de su ojo izquierdo más una remontada de su ceja derecha, hizo arder mi realidad, volviendo una braza a mi garganta que se aferró a cada gota del espumante al pasar por ella.
Miles de pequeñísimas pompas de oropel líquido se deshacían al colisionar con mi nariz al sorberlo. Michael, sonreía al ver que me producía cosquilleo esa reacción en cadena de la blonda bebida.
Con delicadeza, se avecinó hasta la mesa y trajo entre sus manos a dos de las exquisiteces de la cena.
-“¿Dulce o salado?…Escoge, Amor”- Me sondeó, entrando por mis pupilas para conocer de antemano mi respuesta.
Él, sabía que mi debilidad eran los salados, pero, decidí sorprenderlo con una retórica que nos definía como pareja, como amantes y compañeros:
-“Dulce, Vida… como lo eres tú y todo lo que me has dado en todo este tiempo”- Le susurraba segura, sin dejar de mirarlo. Michael, buscando la frase que me postrara –por enésima vez- alegó:
-“Entonces, tú me darás de probar el canapé salado que representa lo que tú eres Amor; sal en mi vida, el condimento indispensable para seguir vivo y a tu lado”-
Sus palabras, lacraron mis labios, un sollozo amordazó feroz a mis cuerdas vocales y se reunió con las campanadas de medianoche en una iglesia lejana, anunciando a la Navidad.
Michael, enseguida, se apresuró a levantarme entre sus brazos, alzándome desde debajo de mis nalgas envainadas en el bermellón del encaje, dejando que me deslizara desde lo alto sobre su figura, haciendo de nuestras miradas una sola y escuchar, entre los estrépitos de los artificios en el cielo, unos:
-“¡Feliz Navidad, Amor mío!” … “¡Feliz Navidad, Vida mía!”-
Olvidamos los alimentos y nos volvimos a fusionar en un beso eterno y un abrazo sin final. Mis lágrimas, brotaban de felicidad y resplandecían en mis mejillas, como las estrellas en conjunto fosforescían con los cientos de fuegos artificiales en el tórrido firmamento.
Michael abandonaba mis labios y me miraba sonriente y afanoso; veía en sus ojos que quería entregarme su obsequio, diciéndome:
-“¡Ven, vamos adentro, quiero darte mi regalo!”- En tono juvenil y maduro. Yo, aún quería sentir el sabor de sus labios, pero accedí, después de todo, estaba mucho más anhelante que él.
Entramos rápidamente a la sala donde el pino estaba encendido en miríadas de lucecitas de colores; como pequeños fuimos hasta donde dos cajitas, una en papel con mariposas, el regalo para mí y la otra, con envoltorio en papel con minúsculas florecillas, mi presente para él.
Los dos, tomamos el regalo que nos correspondía hacer y nos lo intercambiamos. Ninguno pudo esperar a que el otro lo abriera primero, aunque no perdíamos oportunidad de escudriñar la reacción del que llegara antes al objeto ofrendado.
Ambos, lo hicimos al mismo tiempo y al mismo tiempo, dejamos escapar un suspiro y una mirada, buscándonos.
Estábamos desconcertados y conmocionados, ante cada elemento. Otra vez, la coincidencia se hacía presente, otra vez la casualidad hacía de las suyas, aunque, las casualidades no existen.
En la quietud de la habitación, yo, sacaba del interior del cofrecito, una cadena con un colgante de oro que dibujaba un círculo conteniendo a un corazón; símbolos inequívocos que personificaban a la Vida y al Amor respectivamente.
Michael, en su ya conocida manera de manifestar ideas a través de los signos, había logrado encarnarnos en ellos. Y yo, por medio de la palabra, había hecho grabar en una medalla junto a una dorada cadena: Amor y Vida.
Todo estaba dicho, más allá de las sincronía en la coloración de la vestimenta y en la de los dones para cada uno, la idea que flotaba era que llegábamos a pensar casi igual, como si los dos conformáramos una misma mente y un mismo corazón, pero conservando nuestras individualidades.
Sin decir palabras y con sonrisas estampadas en el rostro, él, colocó la cadena en mi cuello, después, yo lo enlacé con los diminutos eslabones de oro.
Michael, se arrimó a mi oído y dijo con dulzura:
-“¿Vamos afuera, a mirar el show de fuegos para la Navidad?”-
Yo, contesté asintiendo con mi cabeza, sumiéndome en el calor desprendido de su cuerpo.
Enfilamos de la mano hacia la puerta ventana que se abría a la terraza. Yo, salí primero, sin soltar su mano, pero, inesperadamente Michael me haló de nuevo hasta donde él se había detenido, justo en medio de la puerta y mirando hacia arriba; con un gesto me señaló el muérdago que pendía del dintel de la abertura y rememoré lo que reza la tradición celta: cuando una pareja pasa por debajo de esas mágicas hojitas recortadas en forma caprichosa por la Naturaleza y de ese fruto rojizo que llama la atención por su vivacidad, deben darse un beso; eso sella un año de amor e invoca a que Cupido nunca descuide a los consortes
Por supuesto, cumplimos con esa antigua usanza; una excusa más para volver a sentir sus labios transitando mi boca, siempre codiciosa de su delicioso sabor.
Luego, volvimos al exterior del balcón y juntos y abrazados, disfrutamos de las estruendosas explosiones de las distintas gamas de colores en el cenit celeste, celebrando la alegría de estar un nuevo año y viviendo este amor que no tenía explicación.
Me amarré a su cintura, apoyando mi cabeza en la suave camisa roja que cuidaba su piel de mi respiración abrasadora; Michael, me aprisionó con uno de sus brazos desde mi talle y con la otra, acarició mi rostro cuando mirábamos el espectáculo.
Nada en este mundo me hacía más feliz que estar ahí con él. Vertí mis lágrimas y la brisa se encargó pronto en disiparlas, cuando le rogué a Dios por larga Vida e inmortal Amor para poder disfrutar de lo que Michael es para mí:
El Amor de mi Vida.
ESTELACBA - Star InLove
Muy bonito. Felicidades
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